miércoles, 10 de julio de 2013

el sueño

Muero todas las noches, y por la mañana  mi mujer me cuenta cómo fue. Nunca es de la misma manera. A veces me atropella un auto, otras tengo un cáncer terminal. Me mataron de un disparo, me caí de un edificio, incluso me morí de viejo, rodeado de los hijos que aún no tuve.
Empezó hace unos meses, casi un año. Una mañana, mientras preparaba tostadas, ella encendió un cigarrillo, se apoyó en la mesada de la cocina y me miró seria. Dijo “Anoche tuve un sueño raro”, y se quedó callada, mirándome. Esperé. Soñé que estábamos en una habitación de hospital.  Vos estabas en la cama, y te costaba respirar. Tenías un olor muy fuerte, no era ese olor de los hospitales, era algo que salía de tu cuerpo. Respirabas muy mal. Yo te agarraba la mano, pero no me la apretabas. Ya no tenías fuerza para eso. Me miraste, estabas asustado. Yo traté de darte confianza, me reí, te apreté aún más. Y mientas estábamos así, vos en la cama y yo en una sillita al lado, te moriste. Y. Y qué. Qué sentiste. ¿En el sueño? Estaba angustiada, que querés.  No, cuando te despertaste. Te toqué, estabas calentito, roncando. Fue un sueño raro, terminó, y siguió haciendo las tostadas. Esa noche fue como todas, comimos mirando la tele, hablamos del  caño del baño que se había roto.
Pero la mañana siguiente, cuando me volvió a mirar pensativa, sentí miedo. Nos quedamos callados, mirándonos. Me dijo pasó otra vez. Qué, el hospital y todo eso?. No, anoche fue otra cosa. Te pisaba un tren. Horrible.
Desde entonces muero cada noche y resucito en el desayuno. Espero el momento en que ella se pare al lado de la cocina y me cuente con precisión el momento en que dejo de estar acá.
Hace dos meses me metí en internet, buscando algo, un sentido para esos sueños, una pista. Lo que encontré  fue una página que decía que había 257 formas de morir. Le pregunté a ella si recordaba cuando fue el primer sueño. Si, el 27 de abril. Fue un día antes del cumpleaños de tu vieja, me acuerdo bien. Hice  cuentas. Me quedaban 59 muertes posibles.
Empecé a prepararme. No lo hablamos, pero me di cuenta que ella también. Nos quedábamos por la noche  sentados en la cocina, sin hablar, mirándonos.
Hoy es la noche 257. Sé que mañana a esta hora voy a estar muerto. Ella preparó una cena especial, puso velas en la mesa, se puso ese vestidito negro que le queda tan bien. Cuando terminemos de comer  vamos a hacer el amor, vamos a hablar de las cosas cotidianas, y ella se va a dormir. Podría intentar mantenerla despierta, pero sé que es inútil. Los dos lo sabemos. A la mañana voy a saber cual de todas las muertes me pertenece.

sábado, 6 de julio de 2013

Un muchacho


Eran las tres y media cuando recibió el mensaje de texto. Estaba tomando un fernet en un bar de la avenida Santa Fe, el único que encontró abierto un martes a esa hora. Había salido de su casa hacía treinta minutos, aunque lo mismo daba el tiempo: no tenía nada que hacer. Después de un rato en la computadora - escuchando música, leyendo críticas de cine - había decidido que un poco de aire no le vendría mal , a pesar de los poco más de ocho grados que se sentían en la calle.

Era la época en que vivía desvelado. Dormía durante el día y a la noche - cuando no se quedaba en su casa viendo películas o fumando en el patio- salía de copas por ahí. Su bar preferido atendía sólo viernes, sábados y domingos, por eso durante la semana iba al primero que encontrara abierto por el barrio.

 Cuando el celular sonó, enseguida pensó en algo grave. Algún accidente de un familiar: un infarto del padre, el choque del auto de su hermana. Pensó que eso, de ser así, hubiese sido un verdadero bajón. Iba a tener un disgusto justo cuando disfrutaba del placer del alcohol, de la calefacción del lugar y de una pelirroja con la que intercambiaba esporádicas miradas desde la otra punta del bar.

En la pantalla se leía un número que no tenía agendado. El mensaje invitaba: "¿Vamos a tomar algo? Hace tiempo que no nos vemos!". Se tomó unos minutos para pensar antes de responder. Fantaseó con esa colombiana que había conocido hace una semana en el bar de los viernes, pero no le encontraba ninguna lógica a la cuestión del tiempo sin verse; y menos a esa hora.

Tenía ganas de jugar: se ahorró la cuestión de la identidad y, sin más pensar, contestó que estaba en el único bar abierto de Santa Fe y Callao. Que pasara a tomarse unos tragos. Se entusiasmó. Esperaba a alguien y no sabía a quién. De algo estaba seguro, aunque no se explicaba porqué : no era un amigo. No era un hombre.
Se levantó para ir al baño y en el camino pispeó a ver en qué andaba la pelirroja del fondo: seguía escribiendo en su notebook, mientras sorbía su cortado. Nada parecía distraerla.

Ya en el baño, descargó sus tres vasos de fernet sobre las bolitas de naftalina y, al lavarse las manos en la pileta, se tomó un tiempo para mirarse en el espejo. Un grano inoportuno había aflorado en su mejilla, producto de la barba de unos días. Por lo demás, lucía una remera negra que lo hacía más flaco y unos jeans comprados en oferta hacía unos días.

Sentado nuevamente, se acomodó y esperó. La ubicación de su mesa impedía ver con claridad la puerta de entrada. Para mirarla tenía que girar la cabeza a su derecha y, como no quería parecer desesperado, se concentró sólo en la parte que tenía visible a su frente.

Habrán pasado unos veinte, veinticinco minutos, cuando entró.

Él no lo notó enseguida. Se dio cuenta por la risa de los mozos y el comentario del más bajito de ellos: "Mirá qué minón!". Al darse vuelta, se le vino encima -como en un flash- el recuerdo, o lo que quedó del recuerdo de la noche de alcohol y otras yerbas de hace un mes en el boliche de microcentro. De pronto, siguiéndola con la mirada, un metro ochenta se acercaba a su mesa con el ruido de los tacos contra el piso. A esa altura, la gente del bar había dejado sus cosas para seguir atenta la situación. Él vació de un largo trago su fernet, con más hielo que otra cosa, y no pudo decir nada. Las imágenes se le cruzaron: la música electrónica, la noche que probó la merca, la fiesta de la espuma, el baño de hombres: él y ella. Ella, o él. Un hola mi amor te acordás de mí lo trajo de vuelta. Hubiera querido hacerse el boludo, pero pensó que ya era tarde. Estaba jugado. Lo invitó a sentarse y pidieron una cerveza. Charlaron de lo que hablan los amigos, los amantes, o eso que eran: un muchacho y su travesti.

Círculos

Te encamaste. No es la primera vez, lo sé. Me engañas. Siempre lo hacés.
Miro el teléfono. Pienso en llamarte. Llamo, y no atendés. Lloro. Te llamo otra vez. Y pasan las horas. Me acuesto y no duermo. Lloro, me lastimo, me levanto, me acuesto. Y, como siempre, después de la medianoche escucho como tu llave sigilosamente se coloca en la cerradura y gira como si estuviese acariciando cada segundo que tarda en destrabar esa puerta. Y escucho cada uno de tus pasos, lentos, porque te gusta que la madera cruja con cada pisada. Y entrás a casa con ese movimiento gatuno, melódico, y te sacás el saco y lo dejás prolijamente sobre la silla de siempre. Y entrás a la habitación, primero tu sombra, después vos, y te sacás los zapatos al borde de la cama. Te metés despacio, imperceptiblemente, debajo de las sábanas. Te prendés un cigarrillo y cada pitada ilumina la habitación durante segundos que se hacen horas, y escucho el sonido del papel quemándose, y tus dedos que golpean el cigarro para descartar las cenizas quemadas, y siento que con el humo que exhalás y que se disipa letalmente podría dibujarse una figura amorfa como esto, como nuestra historia. Y me ahogo con la mano para no llorar. Me tapo la boca para no gritar. Me muerdo los nudillos. Y vos apagás el cigarrillo, me pasás la mano por el pelo, desenredándolo mechón por mechón, y lo ponés atrás de mi oreja. Las yemas de los dedos hacen círculos en mi espalda como pidiendo unas falsas disculpas. Un círculo, otro círculo, dos círculos a la vez, acompasados con tu respiración larga y profunda, que suspira. Inhalás, exhalás, hacés unos movimientos suaves  para acomodarte en tu posición preferida, y te dormís.
Y yo no cierro los ojos. No pestañeo siquiera. Cierro las manos con tanta fuerza que se me clavan las uñas. Pero no me doy cuenta del dolor. Me levanto. Camino de un lado al otro de la casa. Estoy encerrada. Y te miro. Dormís profundamente, con media sonrisa dibujada en tu cara, y tu respiración armónica, tranquila, se funde en un sonido encantador con la brisa que entra por la ventana. La luz tenue de la habitación te resalta los rasgos y parece que estuvieras flotando, levitando, como si la paz estuviera hecha a tu medida. Y yo me ahogo en un llanto. Miro la ventana. Miro la puerta. Miro ese cajón. Otra vez ventana. Puerta. Otra vez cajón.
Te encamaste. Y no es la primera vez. Pero es la última.