sábado, 6 de julio de 2013

Un muchacho


Eran las tres y media cuando recibió el mensaje de texto. Estaba tomando un fernet en un bar de la avenida Santa Fe, el único que encontró abierto un martes a esa hora. Había salido de su casa hacía treinta minutos, aunque lo mismo daba el tiempo: no tenía nada que hacer. Después de un rato en la computadora - escuchando música, leyendo críticas de cine - había decidido que un poco de aire no le vendría mal , a pesar de los poco más de ocho grados que se sentían en la calle.

Era la época en que vivía desvelado. Dormía durante el día y a la noche - cuando no se quedaba en su casa viendo películas o fumando en el patio- salía de copas por ahí. Su bar preferido atendía sólo viernes, sábados y domingos, por eso durante la semana iba al primero que encontrara abierto por el barrio.

 Cuando el celular sonó, enseguida pensó en algo grave. Algún accidente de un familiar: un infarto del padre, el choque del auto de su hermana. Pensó que eso, de ser así, hubiese sido un verdadero bajón. Iba a tener un disgusto justo cuando disfrutaba del placer del alcohol, de la calefacción del lugar y de una pelirroja con la que intercambiaba esporádicas miradas desde la otra punta del bar.

En la pantalla se leía un número que no tenía agendado. El mensaje invitaba: "¿Vamos a tomar algo? Hace tiempo que no nos vemos!". Se tomó unos minutos para pensar antes de responder. Fantaseó con esa colombiana que había conocido hace una semana en el bar de los viernes, pero no le encontraba ninguna lógica a la cuestión del tiempo sin verse; y menos a esa hora.

Tenía ganas de jugar: se ahorró la cuestión de la identidad y, sin más pensar, contestó que estaba en el único bar abierto de Santa Fe y Callao. Que pasara a tomarse unos tragos. Se entusiasmó. Esperaba a alguien y no sabía a quién. De algo estaba seguro, aunque no se explicaba porqué : no era un amigo. No era un hombre.
Se levantó para ir al baño y en el camino pispeó a ver en qué andaba la pelirroja del fondo: seguía escribiendo en su notebook, mientras sorbía su cortado. Nada parecía distraerla.

Ya en el baño, descargó sus tres vasos de fernet sobre las bolitas de naftalina y, al lavarse las manos en la pileta, se tomó un tiempo para mirarse en el espejo. Un grano inoportuno había aflorado en su mejilla, producto de la barba de unos días. Por lo demás, lucía una remera negra que lo hacía más flaco y unos jeans comprados en oferta hacía unos días.

Sentado nuevamente, se acomodó y esperó. La ubicación de su mesa impedía ver con claridad la puerta de entrada. Para mirarla tenía que girar la cabeza a su derecha y, como no quería parecer desesperado, se concentró sólo en la parte que tenía visible a su frente.

Habrán pasado unos veinte, veinticinco minutos, cuando entró.

Él no lo notó enseguida. Se dio cuenta por la risa de los mozos y el comentario del más bajito de ellos: "Mirá qué minón!". Al darse vuelta, se le vino encima -como en un flash- el recuerdo, o lo que quedó del recuerdo de la noche de alcohol y otras yerbas de hace un mes en el boliche de microcentro. De pronto, siguiéndola con la mirada, un metro ochenta se acercaba a su mesa con el ruido de los tacos contra el piso. A esa altura, la gente del bar había dejado sus cosas para seguir atenta la situación. Él vació de un largo trago su fernet, con más hielo que otra cosa, y no pudo decir nada. Las imágenes se le cruzaron: la música electrónica, la noche que probó la merca, la fiesta de la espuma, el baño de hombres: él y ella. Ella, o él. Un hola mi amor te acordás de mí lo trajo de vuelta. Hubiera querido hacerse el boludo, pero pensó que ya era tarde. Estaba jugado. Lo invitó a sentarse y pidieron una cerveza. Charlaron de lo que hablan los amigos, los amantes, o eso que eran: un muchacho y su travesti.

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