Miro el teléfono. Pienso en llamarte. Llamo, y no atendés.
Lloro. Te llamo otra vez. Y pasan las horas. Me acuesto y no duermo. Lloro, me
lastimo, me levanto, me acuesto. Y, como siempre, después de la medianoche
escucho como tu llave sigilosamente se coloca en la cerradura y gira como si
estuviese acariciando cada segundo que tarda en destrabar esa puerta. Y escucho
cada uno de tus pasos, lentos, porque te gusta que la madera cruja con cada
pisada. Y entrás a casa con ese movimiento gatuno, melódico, y te sacás el saco
y lo dejás prolijamente sobre la silla de siempre. Y entrás a la habitación,
primero tu sombra, después vos, y te sacás los zapatos al borde de la cama. Te
metés despacio, imperceptiblemente, debajo de las sábanas. Te prendés un
cigarrillo y cada pitada ilumina la habitación durante segundos que se hacen
horas, y escucho el sonido del papel quemándose, y tus dedos que golpean el
cigarro para descartar las cenizas quemadas, y siento que con el humo que
exhalás y que se disipa letalmente podría dibujarse una figura amorfa como
esto, como nuestra historia. Y me ahogo con la mano para no llorar. Me tapo la
boca para no gritar. Me muerdo los nudillos. Y vos apagás el cigarrillo, me
pasás la mano por el pelo, desenredándolo mechón por mechón, y lo ponés atrás
de mi oreja. Las yemas de los dedos hacen círculos en mi espalda como pidiendo
unas falsas disculpas. Un círculo, otro círculo, dos círculos a la vez,
acompasados con tu respiración larga y profunda, que suspira. Inhalás, exhalás,
hacés unos movimientos suaves para acomodarte en tu posición preferida, y
te dormís.
Y yo no cierro los ojos. No pestañeo siquiera. Cierro las
manos con tanta fuerza que se me clavan las uñas. Pero no me doy cuenta del
dolor. Me levanto. Camino de un lado al otro de la casa. Estoy encerrada. Y te
miro. Dormís profundamente, con media sonrisa dibujada en tu cara, y tu
respiración armónica, tranquila, se funde en un sonido encantador con la brisa
que entra por la ventana. La luz tenue de la habitación te resalta los rasgos y
parece que estuvieras flotando, levitando, como si la paz estuviera hecha a tu
medida. Y yo me ahogo en un llanto. Miro la ventana. Miro la puerta. Miro ese
cajón. Otra vez ventana. Puerta. Otra vez cajón.
Te encamaste. Y no es la primera vez. Pero es la última.
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